El Gobierno de Castilla-La Mancha ha presupuestado 3.620 millones de euros para sanidad de cara al 2022, lo que equivale al 30% de los presupuestos regionales. La propagandística televisión autonómica lo ha vendido a bombo y platillo en los telediarios: ¡10 millones de euros diarios en sanidad! Sinceramente, no sé si es mucho o es poco, si es suficiente para que la sanidad pública cubra todas las necesidades de los ciudadanos o si sería necesario un presupuesto mayor en una región con las particularidades de dispersión poblacional y envejecimiento como la nuestra. En la comparativa, el resto de regiones destinan entre un 25% de su presupuesto en Cataluña hasta un 35% en Madrid y un 38% en Asturias.
Esta misma semana se han dado también a conocer los datos de tiempo de espera medio para ser intervenido quirúrgicamente y, en la comparación con el resto de autonomías españolas, salimos muy mal parados: 189 días de espera media, la peor estadística de toda España, aunque los titulares y críticas se los suele llevar Ayuso mientras García-Page calla. Por comparar, la espera se reduce a 75 días en Madrid y a 85 en Asturias.
En la gestión de la pandemia, Castilla-La Mancha también ha encabezado la tasa nacional de mortandad por covid con 285 fallecidos por cada cien mil habitantes. Por seguir la comparación, por 221 en Madrid y 188 en Asturias. Y recordemos entonces a Page ufano en Barajas junto a su consejero de sanidad tras recibir el famoso “pedido aliexpress” de respiradores de garrafón.
En resumen, el Gobierno de García-Page está gastando 10 millones de euros diarios mientras los pacientes tienen que esperar una media de seis meses para una intervención quirúrgica. ¿Significa esta tosca asociación de cifras que el Sescam es menos eficiente que otros sistemas de salud autonómicos? Sería atrevido extraer conclusiones gruesas pero sí resulta preocupante la obsesión por la cifra en lugar de por la prestación óptima de los servicios públicos. A día de hoy, por mera hipocresía social, resultaría imposible que la opinión pública admitiese un descenso en la inversión en sanidad aunque quedase demostrado a través de estadísticas que se puede mejorar el servicio prestado si se mejora la inversión de los recursos.
Al sociólogo progresista Víctor Lapuente le han llovido críticas estos días por publicar una columna de opinión de título “Palabras envenenadas, políticas sanas” en la que defendía el copago y la externalización de servicios en sanidad como una medida progresista para poder prestar más y mejores servicios públicos. Se atreve a afirmar: “como nos enseña la experiencia de los países con Estados de bienestar más avanzados, externalizar actividades públicas a actores privados competitivos ayuda a evitar la verdadera privatización, que es que el Estado no pueda proporcionarte un servicio (a tiempo)”.
Sin embargo, a diario comprobamos cómo, bajo el paraguas de la defensa inquebrantable de la sanidad pública, lo cual no entra desde luego a debate, se extiende un desprestigio injusto de la externalización privada y del copago racional. En unos casos, quizá, por el temor a que la externalización se convierta a la larga en privatización de la sanidad y, en otros, por el mero hecho de rasgarse las vestiduras para obviar la evidencia. También los hay que no asumen que una empresa se lucre en un ámbito sagrado como el de la sanidad incluso aunque el mismo servicio sea más eficiente.
Sería más productivo primar la gestión óptima de los recursos públicos que limitarse a engordar cifras de gasto sanitario sin profundizar en las debilidades de la realidad y sin esforzarse en mejorar el sistema sanitario. Hay tajo. Como muestra, dos botones: intentando retener a los médicos que se forman en la región, y especialmente en nuestra provincia, para contar con los mejores profesionales, y promoviendo el reconocimiento de las especialidades de enfermería para enriquecer la prestación de servicios específicos. Desde luego que, a la luz de la estadística, margen de mejora hay.