El día que le dije a mi mujer que tenía que ir en coche a Madrid para luego coger un tren hasta Cuenca con el objetivo de reivindicar el tren convencional me miró con la misma extrañeza que aquella mañana que le dije que me mandaban a hacerme una foto abrazando a una oveja para reivindicar la ganadería manchega o aquel que tuve que recorrer en bici y a varios grados bajo cero una carretera llena de nieve y hielo, tras Filomena, para pedir su rehabilitación. Supongo que la “política instagram” es así, de pura imagen y simbolismo plástico.
Y por eso, ayer, 12 de febrero de 2022, nos presentamos la representación conquense junto a Benjamín Prieto, Fran Doménech, Carlos Arteche, José Manuel Salas y Daniel García en Atocha para ir a Cuenca en el tren histórico “Río Huécar” promovido por la Asociación de Amigos del Ferrocarril de Madrid. En el pasaje, con lleno de no hay billetes, muy buen ambiente de familias, parejas mayores y grupos de jóvenes armados con cámaras de fotos. Y algún paleto como un servidor al que la máquina de café le sopló 2,70 por un cortado; por algo no vivo en Madrid.
Resulta paradójico tener que ir a la capital a pedir servicios para los pueblos, como aquel día de hace tres años en el que más de cien mil personas clamamos en la Revuelta de la España Vaciada. Pero claro, ha sido desde la sede madrileña del Ministerio de Transportes desde donde han negociado y gestado, durante estos meses de pandemia, el desmantelamiento del tren conquense, con el apoyo incuestionado de los gobernantes socialistas de la región, provincia y capital conquense: José Luis Martínez Guijarro, Álvaro Martínez Chana y Darío Dolz. Me resulta el colmo de la hipocresía pensar que existe un ministerio cuya cartera habla de “transición ecológica” y de “reto demográfico” que aplaude la clausura de un tren ecológico y sostenible en una provincia despoblada.
El recorrido turístico se plantea en un clásico tren de los ochenta con locomotora de “colores taxi” y cuatro vagones de pasajeros. Nos chivan que el quinto vagón, el de cafetería, no ha enganchado al no haber pasado la revisión procedente durante la semana. Qué triste casualidad.
En nuestro vagón, en segunda clase, ocho viajeros por departamento cuya escueta cabina invita a la conversación grupal. No supone gran reto hacer apología del tren y presentar nuestra reivindicación ante los cuatro jóvenes valencianos que nos acompañan, aficionados al modelismo ferroviario y, uno de ellos, maquinista de tren. “Nuestra afición a los trenes no es racional”, confiesa uno. Tampoco es racional que vayan a suprimir esta línea, pienso.
En la breve parada en Aranjuez se escuchan silbatos y se ven pancartas y policías. Parece que allí tampoco se aprueba el desmantelamiento. No nos dejan bajar. La siguiente parada es Tarancón, donde espera una cantidad inesperada de gente. Me confunden con Javier Maroto, y recuerdo que hoy (por ayer) estará de jornada de reflexión para las elecciones del domingo en Castilla y León. Un representante de Cuenca Ahora recrimina nuestra presencia porque “los partidos políticos no tienen que protagonizar esta demanda”, y es curioso porque son ellos los únicos que despliegan una pancarta con sus siglas en la estación de Cuenca mientras todos los demás alzamos los carteles de la agrupación transversal de “Pueblos con el Tren”.
Seguimos hacia Huete y, en el trayecto, nuestros expertos compañeros nos explican cómo se colocan las seis literas del departamento para dormir en largos viajes y nos hablan de los literistas, encargados del acomodo de los pasajeros. Jamás había escuchado hablar de esos miembros de la tripulación. Yolanda nos invita a unos borrachos deliciosos que ha encargado en Tarancón al vuelo.
Bajamos en Huete y nos sentimos como una suerte de ¡Bienvenido, Mister Marshall! gracias al cálido recibimiento y a la charanga que ameniza la parada. Pero en vez del tío Marshall somos los penúltimos pasajeros que recorrerán esa línea salvo rectificación por presión popular: no traemos inversiones sino malas noticias. Recuerdo, entonces, una conversación con un amigo ferroviario en febrero de 2021 donde le transmitía mi sospecha de que no volverían a poner en marcha el tren con la excusa de la pandemia y la Filomena: “no vais a volver a abrir el tren en la vida”, le escribí deseando equivocarme.
En el último tramo del recorrido desde la Alcarria hasta Cuenca nos informan de que solo quedan 9 días de tren entre Tarancón y Cuenca. Es solo un rumor, pero pesa. No miro a Fran Doménech por miedo a que se le escape alguna lágrima; él, aunque ahora alcalde de Huete, ha sido usuario del tren semanal desde su pueblo a Madrid mientras estudiaba y a Cuenca de forma diaria mientras trabajaba. Su cariño al tren traspasa la frontera de su necesidad política para entrar en la intimidad del recuerdo.
Estamos hartos de repetir el argumentario, de los 24.200 millones de euros que se van a invertir en España en la red ferroviaria, del potencial en el transporte diversificado de viajeros, de mercancías y de turistas, del concepto de igualdad constitucional en comunicación, de la obligación de servicio público. La estructura ferroviaria es tan potente que abruma pensar en su desmantelamiento: los raíles, las estaciones, las locomotoras, el ruido, el trabajo, la posibilidad de una isla de desarrollo y de progreso.
Me sorprende que todo el recorrido está jalonado de fotógrafos aficionados desde Aranjuez hasta el final del trayecto. Llegamos a Cuenca entre aplausos y expectación. Ha llegado un punto en el que la reivindicación ya casi ha tornado en súplica: amigos socialistas, tenéis mil movidas políticas en las que perder el tiempo y el dinero sin necesidad de tocar el tren salvo para mejorarlo, rechazad el proyecto de movilidad de “la Cruz de Cuenca” si no sois ni capaces de quitar las malas hierbas de las aceras del camino a la estación del AVE, no humilléis vuestra dignidad ofreciendo una alternativa a todas luces precaria y perjudicial.
Y mientras tanto, la locomotora 333-107 regresa a descansar a Madrid tras su flamante viaje oficial por unas vías sentenciadas bajo anunciada amenaza de muerte.