La Opinión de Cuenca

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Diez años de alcaldía y curas de humildad


Anteayer, 11 de junio, un servidor celebró su décimo aniversario en la alcaldía de Villaescusa de Haro. Misma efeméride conmemoraron otros como Mercedes Herreras en Villanueva de la Jara, Juan Sahuquillo en Casasimarro o Jesús López en Belinchón. Huelga decir que en nuestra provincia hay multitud de alcaldes y alcaldesas con más larga trayectoria, pero alcanzar esta simbólica cifra invita a la retrospectiva.

Diez años de sinsabores, de noches sin dormir por una obra mal ejecutada, de pavor al recibir una llamada del 112 porque habrá un accidente de tráfico o un incendio, de preocupación extensiva por el problema particular de un vecino, de incertidumbre ante la resolución de subvenciones relevantes, de desagradables discusiones asimétricas en redes sociales, de desvelos con Filomena, con el coronavirus y en fiestas patronales. Diez años también de emoción, de alegría en una inauguración, de satisfacción por dejar impronta en un mínimo rincón del mundo, de felicidad por lograr pequeñas metas. Entre medias, el eco de una reflexión de Antoine de Saint-Exupéry en Ciudadela: “había vivido para conquistar y había conquistado para retornar y meditar y sentir mi corazón más vasto en el reposo de mi silencio”.

Ser alcalde es aprender a ser humilde, día a día, a fuerza de dentelladas de realidad. El primer día te crees el Amazonas, o Napoleón. No tardas en entender -y acoplarte- a los estrechos márgenes de la legislación de la administración local: los informes de secretaría y de intervención son la primera cura de humildad. La papilla legislativa como alimento del Estado de Derecho.

Un ayuntamiento funciona en su día a día gracias al trabajo profesional de sus empleados, cuyo número difiere básicamente en relación a su población: secretario, administrativos, técnicos, operarios, encargados de deporte, de cultura, de biblioteca, de servicios sociales, etc. En algunas ocasiones, un alcalde se ve como espectador de la acoplada maquinaria municipal en la que cada trabajador asume sus competencias. Si la máquina anda es porque ellos le hacen andar: segunda cura de humildad. Sin ti no soy nada, como dijo Amaral.

Con frecuencia asoma una duda: ¿no soy más útil a la sociedad ejerciendo mi labor profesional, en mi caso como informático, dado que me he formado durante años adquiriendo conocimientos específicos, que siendo alcalde? Es cierto que la vocación de servicio público desde una alcaldía tiene efecto transitorio y la trayectoria profesional se alarga hasta el ocaso de la vida laboral, pero asoma la incertidumbre ante la productividad propia. Tercera cura de humildad.

Y, sobre todo, un alcalde aprende día a día, con modestia y pies en la tierra, que Mesías ya hubo uno y vino antes. Abundan aquellos que se creen tocados con una varita mágica y cuya soberbia les hace verse como mesías de garrafón. Nada más lejos de la realidad, un alcalde trabaja día a día con tesón para ejecutar proyectos municipales, ayudar a los vecinos en sus problemas cotidianos y lograr la armonía social y económica con solvencia y rigor. Cuarta cura de humildad.

Diez años después, manifiesto una enorme gratitud y orgullo por el privilegio de servir a un pueblo desde la alcaldía, entendiendo y relativizando con sencillez que esta labor provisional incide en apenas medio millar de vecinos y un par de miles de visitantes estacionales. El río de Heráclito fluye y desembocaremos inevitablemente en el mar del olvido. Quedará de nosotros la impronta de una gestión por evaluar, una perspectiva personal y algunos proyectos que sobrevivirán en piedra o papel.

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