La Opinión de Cuenca

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Javier Rupérez y casi el mundo de ayer


Hace unos días, el Embajador de España Javier Rupérez nos invitó a la presentación de su último ensayo, De Helsinki a Kiev: la destrucción del orden internacional, un repaso autobiográfico a su trayectoria como diplomático y un análisis al mundo político de ayer, hoy y mañana.

La presentación estaba convocada en la Plaza de la Villa, en el corazón de Madrid entre La Almudena y la Plaza Mayor. Albergaba el evento la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, qué paradoja hoy en día asociar la moral con la política en una academia, parece un chiste en estos tiempos de maestros de la política inmoral como Donald Trump y Pedro Sánchez. Y con ese protocolo de institución centenaria, se sentaron en los laterales del estrado los académicos numerarios asistentes y, en la presidencia, cinco encorbatados varones en edad de jubilación que, a la postre, intervendrían en la propia presentación. Dirigía el acto el propio presidente de la academia, Benigno Pendás, y junto a él se ubicaba Emilio Lamo de Espinosa Michels de Champourcin, puedo sospechar que nacer con esos apellidos te impone ciertas obligaciones sociales y te predispone a cierta perspectiva del mundo.

El acto en sí certificó, si es que era ya necesario, la envidiable altura cultural de los participantes. En la actual vorágine de chabacanería parecía una estampa anacrónica eso de conjugar sintaxis a la perfección y proponer ideas maduras. Rupérez, el eterno diplomático con sangre de Puebla de Almenara, ofrece en este ensayo una perspectiva pausada e inteligente a su bagaje como diplomático de prodigiosa memoria y al cambio de ciclo mundial, que siente con profundo pesimismo porque, como apostillaron en la presentación, hemos mutado de Kant a Hobbes, de herbívoros a carnívoros, de la diplomacia multilateral al brutalismo polarizador. Insistió Rupérez en los peligros de la guerra, en el espíritu de Nunca más que sobrevolaba la diplomacia mundial de la segunda mitad del siglo XX. Estaban muy escarmentados.

El embajador recordó que “si quieres la paz prepara la guerra” (si vis pacem para bellum). Una premonición de la fragilidad de la estabilidad mundial que, en estos tiempos y con Vladimir Putin como archienemigo visible, adquiere más protagonismo. Recordaron también que la guerra es tan humana como la paz, y la autocracia tan humana como la democracia, y por eso la batalla por el bien es tan ardua, porque no es una tendencia natural. Solo grandes consensos y esforzadas predisposiciones comunes allanan el camino de la convivencia, y de ahí que Rupérez presuma de la firma del Acta Final de los Acuerdos de Helsinki, que aspiraba a un mundo pacífico, sin barreras y con derechos humanos.

En el fondo, en la presentación del ensayo se palpaba un paralelismo sutil con El mundo de ayer de Stefan Zweig. No por dramático tremendismo, sino por el tono pesimista y por el bagaje melancólico de un mundo mejor y, seguramente, más sencillo y menos crispado. Algunos párrafos del reciente ensayo proponen visiones deprimentes del mundo que asoma:

El superviviente que soy y por el que me debo a la historia constata, con inmensa irritación, no ausente de ira y desde luego cargada de los más negros augurios, que el mundo elaborado y progresivo en el que habíamos trabajado desde el final de la II Guerra Mundial, que pese a los negativos análisis de los agoreros, había conseguido «globalizarse», que en lo fundamental se guiaba por reglas y principios de universal aplicación, que había conseguido dotarse de un sistema de justicia internacional capaz de hacer respetar las leyes entre estados y entre estos y los individuos, ese mundo está hoy puesto en irremediable peligro de extinción. El responsable de la catástrofe tiene un nombre: Vladímir Putin. Y un país, del que es dirigente: la Federación Rusa.

Las páginas que siguen, recordatorio, premonición y esperanza del superviviente, recorren el costoso camino de perfección, la criminalidad de los que ahora lo ponen en duda y las vías eventuales para el retorno a la razón. Y a la paz. Para que nunca olvidemos a los que nos precedieron en la guerra y en la paz y hagamos nuestras las palabras que siempre tuvieron como máxima de inspiración y de conducta: Nunca más.

Tanto los discursos de la presentación como el contenido del ensayo resultan incuestionables, pulcros y razonables. Sin embargo, algo chirría: toma la palabra una generación en su ocaso, que ha vivido mucho y que conoce lo que significa las palabras responsabilidad y consecuencia, pero ¿hasta qué punto tienen legitimidad para imponer su impecable visión de la actualidad a una nueva generación? Quizá podría presumir de ser el más joven del auditorio de la presentación, y más bien no lo soy. No me cabe duda de que, a cada día, se va perdiendo la conciencia de lo que significa una guerra, de valorar la paz aunque tenga la letra pequeña de la renuncia, de favorecer la discrepancia sin crispación gratuita, de buscar el bien común.

Rupérez y sus compañeros forman parte de una generación de origen desamparado y evolución privilegiada que ha vivido, después del gran drama mundial protagonizado por Hitler y Stalin, la buena intención común de aspirar a un mundo mejor y, sobre todo, el mérito de lograrlo a todos los niveles: más bienestar, más progreso, más derechos. Y, por un lado, provoca envidia sana y, por otro, genera malestar comprobar la problemática actual, protagonizada por un estado latente de peligro y un encadenamiento de crisis económicas, ininterrumpido desde 2008 a nivel nacional. Ante esta situación, la juventud ha solidificado una lógica desafección política, una notable misantropía social y un claro sentimiento de desarraigo: no tenemos nada, ni siquiera de lo que con esfuerzo se construyó, ¿a qué nos aferramos, a la precariedad y la inestabilidad?

Se juntan así, hoy en día, dos visiones negativas de la realidad: la pesimista de los que están de vuelta y la cabreada de los que están de ida. Una expectativa desmoralizadora a todas luces.

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