La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

Los (Benditos) Forasteros


En mi pueblo hay un grupo de pop-rock que se hace llamar Los Forasteros. Los músicos “madrileños” que lo componen están ligados a Villaescusa de Haro en tanto en cuanto tienen antecedentes villaescuseros o han emparentado con una local. Y decidieron poner ese nombre a la banda porque, como en todos los pueblos de España, cuando vienen a pasar unos días por aquí, la gente los llama forasteros o veraneantes. Intuyo que el apelativo “forastero” les suena poco cariñoso, despojado del sentimiento de cálida acogida, una palabra que por sí misma construye una frontera entre el ser y el estar. Si hubiésemos leído Los Asquerosos de Santiago Lorenzo quizá los encuadrásemos en la mochufa, pero es que en realidad son buena gente.

Julio no es como agosto porque en agosto la gente va de vacaciones y no se sabe si es martes o viernes. En julio, sin embargo, la frontera entre la semana laboral y el fin de semana queda nítidamente delimitada por la “marea de forasteros” que recibe, previa congestión de carreteras, cualquier pueblo. Algunos orgullosos oriundos se jactan del atasco, de que huyan de las capitales como vía de escape veraniega y de que constaten que como en el pueblo, en ningún lado. Desde mi punto de vista, quedó obsoleta hace tiempo la dicotomía de pesar en la balanza las bondades entre la vida rural y urbana, no se trata de un juego de mejor o peor y, si acaso hay que valorar, sospecho que salen ganando los que disfrutan  ambas posibilidades, como Los Forasteros.

A medida que pasan los años y todos los pueblos pierden habitantes, cada vez cobra mayor relevancia la población estacional. A muchos negocios no les queda otra que “hacer el agosto”, pero para sobrevivir al invierno: cuanto más pequeño el municipio, más peso ponderado de la dependencia económica del ingreso estival. La importancia de la población estacional no solo debe enfocarse desde el pragmatismo económico; se trata de familias que conservan sus viviendas en buen estado para beneficio urbanístico de los pueblos, que inyectan vida en parques, piscinas y calles y, sobre todo, que siembran un sentimiento de arraigo en el corazón de su prole.

Desde un punto de vista realista, el reto de atraer población a los núcleos rurales es mucho más complejo que el optimista deseo de crecer y, por supuesto, que el cinismo de los que juzgan y señalan responsables directos de la despoblación. Si hay posibilidades tangibles de atraer habitantes pasan fundamentalmente por aquellos que ya parten de una querencia: desde un joven que trabaja en remoto o una familia que ha identificado una posibilidad laboral a un reservista cansado de la ciudad o un matrimonio jubilado que regresa a su origen. Resulta banal aseverar que hay mayor probabilidad de que sea fértil la convivencia y adaptación de una persona ya con raíces en el terreno que la de otra aterrizada por casualidad y sin arraigo. Algunos ayuntamientos, de hecho, conscientes de que su principal “nicho de mercado” está en ese colectivo de gente que pertenece al pueblo pero vive en la ciudad, han lanzado encuestas para analizar qué condiciones piden para volver a su hogar primigenio.

En el entretanto, seguiremos valorando la inyección de moral que aportan el sol veraniego y los forasteros a la vida cotidiana rural, con la fantasía de que los los niños y jóvenes que pasan dos meses de verano en el pueblo no dejen de hacerlo nunca porque les haya florecido, hermoso, el arraigo en el subconsciente.

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