Hace unos años leí la biografía del austriaco Stefan Zweig, de título “El mundo de ayer: memorias de un europeo”, que abarca sus memorias desde antes de la Primera Guerra Mundial hasta el estallido de la Segunda ídem. Tanto miedo tuvo Zweig a que Hitler fundase un imperio mundial que se suicidó en 1942 en su exilio brasileño sin conocer, obvio, el final feliz de 1945. En su biografía, el prolífico escritor decanta el caldo que cultivó los grandes conflictos europeos del s. XX y, al leerlo, es inevitable que el lector trace paralelismos con su cotidianidad contemporánea.
¿Qué se siente al adentrarse en “El mundo de ayer”? ¿La eterna dicotomía en el combate entre los buenos y los malos? ¿Un juicio de la historia europea del pasado siglo a partir de las evidencias que detalla un aristócrata? ¿Un manual de victimismo judío? ¿Una hagiografía de la bella Europa? Diría que, en esencia, se puede leer más como una lección de humildad acerca de las curvaturas de la historia que como una sentencia judicial.
Resulta una perogrullada confirmar que hoy vivimos en la era de la manada sentenciadora, en unos tiempos en los que cualquier acción u opinión es susceptible de sometimiento al veredicto popular, de evaporación de la presunción de inocencia y de hordas ruidosas con galones para juzgar el presente y el pasado. Sin ir más lejos, esta semana los Rolling Stones han dicho que dejan de tocar "Brown Sugar" porque “no quieren meterse en líos”. Debíamos ser la luz del mundo pero nos hemos quedado en antorchas incendiarias de un sectarismo atroz.
Y ya no es que se ignore la presunción de inocencia, sino que incluso los hay que cuestionan cada decisión judicial si va contra los suyos. Que se lo pregunten a ministras como Ione Belarra o Irene Montero, que siguen ninguneando a los jueces y defendiendo, tras sentencias firmes, a camaradas como Alberto Rodríguez o Isabel Serra. Si son capaces de tergiversar cada sentencia, ¿cómo no van a querer erigirse en justicieras de la verdad histórica?
Durante estas semanas presenciamos con nitidez la evaluación de la historia con el cortoplacismo de nuestros ojos contemporáneos, desde el concepto de Hispanidad que se celebra cada 12 de octubre hasta el manoseo por el relato de la historia de ETA pasando por la “memoria democrática” como juicio a la guerra civil y el revisionismo de la Transición. Y resulta fascinante comprobar, una vez más, la lucha por ganar el relato e imponer la perspectiva de una realidad histórica que, inevitablemente, desvela múltiples aristas.
La interpretación de la historia no debiera someterse al enfoque político interesado, como sufrimos en la actualidad, porque, a la postre, una lectura impuesta genera animadversión. Y, sin embargo, nos sentimos capaces de resumir la conquista de América o la Transición en un tuit. Quizá debiésemos estar más ocupados en estudiar la historia y preocupados en aprender las lecciones del pasado que en la vanidosa tarea de vender nuestro cuadro a un público escorado.