Como han pasado millones de años desde la moratoria -con fines exclusivamente electorales, ojo- a las “macrogranjas” en Castilla-La Mancha y desde la campaña electoral en Castilla y León, parece que ya se ha apartado de la primera línea de actualidad el concepto de la macrogranja. Somos así de volubles en el ardiente magma de la actualidad. Lo que parece evidente es que nos pone cachondos todo lo macro, como el macrobotellón, la macrogranja o, por ejemplo, el macrovertedero.
A la postre se decanta el debate sobre la ganadería y, en consecuencia, sobre el veredicto a las macrogranjas en función de un número cuantitativo de cabezas de ganado y del discernimiento -no tan evidente en ocasiones- entre lo que significa ganadería intensiva y extensiva. Algunos quisiesen reducir el concepto de bienestar animal al número de paseos que las ovejas se dan por el campo o al número de carrascas en las que cada gorrino se puede rascar el lomo. Para los implicados de forma directa, lo del bienestar animal es una nueva variable a introducir en el rendimiento económico de sus explotaciones, pero este artículo no aspira a frivolizar acerca de la materia sino a establecer un cordial paralelismo.
En esta coyuntura resulta inevitable entender que la tendencia en ganadería sigue el mismo patrón que la tendencia poblacional humana, la inclinación natural a la aglomeración, el crecimiento imparable de las ciudades en oposición a la merma rural. Como si cada ciudad no fuese sino una macrogranja humana, una explotación claramente intensiva de recursos y productividad. Y enfrente, el pueblo, paradigma de explotación familiar y extensiva; no sería capaz de comerme el pasto de las 18 hectáreas que me corresponden del término municipal.
Incluso el rendimiento económico se asemeja: la ciudad como motor de desarrollo y empleo, la gran pirámide del crecimiento financiero en un mundo hipercompetitivo. Y el pueblo como economía lenta, honda raíz de la explotación de recursos autóctonos, pero lejos de la innovación y la incubación de proyectos tecnológicos.
También se perciben las diferencias en las pautas de alimentación y de hacer la compra. En el pueblo, por lo general, compras el jamón york al peso, las legumbres a granel y el panadero te carga de pan tu bolsa de ganchillo de siempre, mientras en la macrogranja te ofrecen infinitos mostradores de embutidos plastificados y puedes elegir entre mil variedades diferentes de mortadela y pan.
No venimos a juzgar diferencias, faltaría, pero resulta evidente señalar que las macrogranjas que son las urbes modernas son entes optimizados de recursos bien aprovechados, económicamente autosuficientes y “sostenibles”. Funcionan porque permiten vender carne humana a buen precio. Por el contrario, las personas de los pueblos quizá podamos presumir de ser sostenibles a nivel ambiental, pero difícilmente podríamos justificarlo a nivel económico para la administración. Como una humilde ganadería extensiva abocada a la desaparición ante la ausencia de relevo generacional.