Sospecho que todavía queda gente que, al escuchar la palabra despoblación, imagina un Ainielle abandonado como en La lluvia amarilla, de casas en ruina, de calles de tierra y polvo, de viejas tejas amenazantes desde los tejados, de frondosa vegetación en cada solar y silencio en cada esquina. A lo sumo, un abuelo con garrota alejándose despacio del ocaso y la soledad. Cada uno pinta la realidad en base a su conocimiento y experiencia; yo no sabría dibujar un agujero negro o una babosa ninja.
El pasado jueves convocaron un encuentro de la vicepresidenta Teresa Ribera con alcaldes de la comarca en Belmonte. De antemano, atrae la posibilidad de escuchar a la ministra de transición ecológica y reto demográfico, porque ojo qué dos desafíos, inmensos monstruos engordados durante décadas e invulnerables a las buenas intenciones. Si se piensa bien, la única estrategia ganadora consiste en que primero uno de los dos se coma al otro.
Teresa Ribera, alta funcionaria y madrileña, expuso con pulcro realismo, por deformación profesional, su estrategia de ataque contra la despoblación para sopor generalizado del reducido auditorio. Vino a vender las 130 medidas ante el reto demográfico del plan de recuperación, transformación y resiliencia financiado por Europa, pero en voz baja para que no le saltase ninguna Ana Iris a decirle que para qué queremos placas solares si no tenemos casas ni niños. Habló de agua pero no para facilitar el riego a los agricultores conquenses, habló de digitalización en una provincia con muchas deficiencias de cobertura y fibra óptica, habló de energía pero sin citar el ATC ni el recibo de la luz, habló de “aterrizar ayudas en lo local” pero no confirmó si atenderán la reivindicación de gestión proporcional de los fondos europeos desde los ayuntamientos. Nos dejó 130 medidas ordenadas en 10 ejes de acción y una mañana perdida.
Algunos compañeros -porque los alcaldes de los pueblos pequeños somos muy pragmáticos- reseñaron que no se puede sobrevivir donde la uva se vende al mismo precio que hace treinta años, que hacen falta depuradoras para ayudar a la industria agroalimentaria o que necesitamos menos burocracia para afrontar una realidad de despachos vacíos y teléfonos que comunican. Me costaba entender el discurso aburrido de la vicepresidenta absorto en la imagen de un Ainielle del s. XXII, de cables de fibra óptica arrancados de las paredes, de oxidadas farolas de led, de retales de placas solares en tejados semihundidos, de coches eléctricos abandonados en corrales sin portadas, con un centro de transformación desvalijado y un parque geriátrico biosaludable enterrado entre las acacias. La visión de la transición ecológica después de la transición ecológica.
Hasta que llegue ese momento, seguiremos defendiendo la libertad y la igualdad: la libertad individual de cada uno de poder elegir dónde llevar a cabo su proyecto de vida y la igualdad de condiciones y servicios públicos para cualquier ciudadano viva donde viva. Por eso el reto demográfico es un reto democrático. En el pueblo, a la postre, lo que queremos es vivir en paz.
Y mientras tanto, en nuestra defensa reflexiva del mundo rural, seguiremos haciendo examen de conciencia para averiguar por qué tantos trabajadores -generalmente funcionarios pero no solo- prefieren vivir en el núcleo de mayor población aunque tengan que desplazarse para trabajar. Por qué se elige vivir en Madrid pero venir a trabajar a Cuenca, o vivir en Cuenca y desplazarse al trabajo a Cañada del Hoyo, o vivir en Priego y trabajar en Albendea. Como si existiese un factor psicológico en el subconsciente que animase a la pernocta en mayor compañía de miembros de la especie en base a una expectativa aspiracional y a huir de un estado de ánimo decadente. La posibilidad de una oportunidad improbable. Una vez garantizadas las alternativas de ocio gracias a las telecomunicaciones y superados los prejuicios del mundo rural hermético y sumiso, quizá el siguiente paso sea averiguar qué monstruo tiene más autoestima, si el de la transición ecológica o el del reto demográfico.