Apuro con desgana la última gota de licor de este mes octubre amargo, incoherente y aburrido. Espero con impaciencia poder llegar al último día y cambiar la hora en mi envejecido reloj de bolsillo. Un reloj que uso desde que tengo sentido del tiempo, aunque de poco vale nuestra apreciación y el sentido que le damos a los minutos porque, en definitiva, vivimos el tiempo de los demás sin prestar apenas atención al cupo de vida que tenemos asignado por el destino o quién sabe por qué misterioso mecanismo, ente o inteligencia superior que nos gobierna y decide por nosotros el cómo, dónde y cuándo dejaremos de latir al ritmo acompasado de lo que denominamos vida.
En la anterior entrega hablaba de los cambios tan rápidos a los que se ve sometida la sociedad y, más aún, al constante reciclaje de quienes hasta hace unos años, disfrutábamos con las pequeñas cosas de la vida, con la sencillez de un paisaje, el abrazo de un amigo, el sabor de una comida casera o el aroma inconfundible de la ropa recién lavada y planchada por nuestra madre. Cosas de ayer, ¿verdad?
De pronto, el caos se ha adueñado de nuestras vidas y la prisa es la moneda de cambio común. Todo ha cambiado de golpe, apenas sin darnos cuenta o lo que es aún peor, sin que podamos hacer nada para evitar que el ‘nuevo mundo’ nos engulla confundiéndonos entre el amasijo de falsos ideales y medias verdades que conforman una realidad virtual a la que sin remedio nos vemos abocados.
Hablando de realidad virtual, ahora tengo la sensación de insignificancia cuando escucho hablar a la gente del ‘metaverso’, y confieso que me siento perdido, como un colegial de párvulos en una conferencia sobre Física Cuántica. Igual.
Sigo preguntándome si algún día entenderé el neologismo del que todo el mundo habla, y si seré capaz de sumarme a la ola de modernidad en la que estamos inmersos. Lo más que llego a entender son los términos ‘verso’, ‘reverso’ y ‘anverso’. Y los entiendo porque, de vez en cuando, tengo la curiosidad de consultar el diccionario ante cualquier duda que me asalta, aunque en los últimos tiempos ya desconfío hasta del famoso libro de los sesudos académicos de la lengua. Y lo digo porque, en la ‘biblia de las palabras’, tampoco hallo respuesta cierta a mi pregunta existencial: ¿estaré quedándome anclado en el pasado, o es el resto del mundo el que camina sin freno sin ser consciente del peligro que entraña lo desconocido? Lo pensaré a lo largo de la próxima semana y si encuentro la solución se lo cuento en otra columna. Prometido.