La última campanada del pasado 31 de diciembre puso fin al 2021. Un año que, en muchos casos, ha sido para olvidar, aunque también hay que mencionar alguna que otra cosa buena que nos haya dejado el primer año de la segunda década de este siglo XXI que tan feliz se nos prometía. Ilusiones vanas.
El último toque del reloj también nos trajo la desaparición de las cabinas telefónicas de nuestras calles y plazas. Un elemento esencial en nuestra vida, que ha cumplido su cometido a lo largo de sus 93 años de existencia en nuestro país.
Cierto es que las cabinas en España no han tenido nunca el glamour ni el estilo de sus colegas londinenses (y tal vez por esa razón los simpáticos británicos las sigan conservando). Las nuestras eran algo sencillo, funcional, aunque la estética dejara mucho que desear y más parecieran módulos espaciales o ataúdes de aluminio, que esbeltos artilugios donde uno podía comunicar con sus seres queridos, o simplemente refugiarse de la lluvia si te sorprendía un aguacero en plena calle sin paraguas.
En su momento, las cabinas supusieron un gran avance en la comunicación, y dejaron a un lado aquellas viejas centralitas que funcionaban a base de clavijas a través de una operadora. Centralitas en las que, en la mayoría de las ocasiones, se enteraba de la noticia todo el pueblo antes que los interesados. Lo digo porque era habitual en mi pueblo, que Dolores, la encargada de la maquinita de clavijas, anduviera atenta a la conversación y diera noticia inmediata de la llamada, no sin antes haberme preguntado con cierta picardía si la llamada era ‘a cobro revenío’. Cosas de mi amiga Dolores. Hasta tal extremo llegó en una ocasión su atrevimiento que, antes de haber acabado de salir del locutorio, ya me encontré en la puerta con vecinos del pueblo que venían a felicitarme por la buena nueva. ¡Dolores era cotilla, muy cotilla, pero rápida como el rayo!.
Con la implantación de las cabinas, mi amiga la ‘dolo’, de natural curiosa, sufrió mucho ya que eran escasas las veces que la gente acudía a poner una conferencia a su locutorio. Las clavijas habían pasado a la historia y los modernos postes de aluminio asestaron una estocada mortal de necesidad al cotilleo y al meter las narices en conversaciones privadas. Fin de una etapa y larga vida la siguiente.
Y como todo pasa, también el tiempo de las cabinas ha tenido fecha de caducidad, pocos años antes de cumplir un siglo de vida, ya que pocos recordarán que la primera cabina se instaló en España en el madrileño Parque del Retiro, allá por 1928, en plena dictadura de Primo de Rivera. Ya ha llovido desde entonces.
Las nuevas tecnologías, como el móvil o internet, han ganado la batalla. En nuestro país hay aproximadamente unos 55 millones de teléfonos móviles, dato que indica que hay más aparatos que usuarios. Ya ven, o no llegamos o nos pasamos cien pueblos. Aún está por ver cuándo se retirará la última, o si a alguien se le ocurre que estos postes metálicos podrían aprovecharse de alguna manera, y servir, por ejemplo, de estaciones de carga para vehículos eléctricos. Tiempo al tiempo.
No cabe duda de que las cabinas fueron elemento clave en nuestras vidas, y que a más de uno le hizo un favor, aunque en cierta época, y gracias a la genialidad de Antonio Mercero y José Luis Garcí, autores del melodrama ‘La cabina’, más de uno entró en pánico al ver que la puerta se cerraba y costaba cierto trabajo abrirla…
En fin, anécdotas aparte y miedos irracionales, lo cierto es que la sociedad avanza y sonreímos al pasar cerca de una cabina, pensando que es algo del más remoto pasado, cuando en realidad no han pasado tantos años desde que depositamos la última moneda en la ranura de la útil cabina telefónica. Ya saben: “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”.
La modernidad, los tiempos de la comunicación inmediata está a la orden del día, y lo que es aún más impactante es que no sabemos dónde vamos a llegar. Unos dicen que el móvil es la liberación total, que hemos dejado de estar sujetos a cables y horarios de demora. Otros no lo ven tan claro y hablan de nueva esclavitud al ser prisioneros de la avanzada tecnología sin la que no sabemos (o no podemos) vivir.
Lo cierto es que el pasado ya no vuelve, y que en el presente todos, sin excepción, somos cabinas andantes, aunque nos neguemos a admitirlo.
El gran salto de la humanidad, no fue el de Neil Armstrong al caminar sobre la luna. El gran paso es el haber dejado atrás la centralita de Dolores y llevar en el bolsillo un flamante smartphone.