“Nuestro pueblo debe ser deliberado y sistemáticamente educado en un nacionalismo fanático”. Adolf Hitler.
Amar a la patria es de bien nacidos, una obligación de justicia. La tierra donde se nace – con su historia, su lengua, su cultura y sus tradiciones – debe ser respetada, querida y defendida. Pero no debe ser absolutizada o sacralizada. En ese grave error cae el nacionalismo, una ideología que ha crecido desde los tiempos del romanticismo.
Por ser un término ambiguo, la valoración justa del nacionalismo depende del significado que se le otorgue, de su concepto de nación y de la modalidad que adopte. Nos vamos a referir a la acepción más extendida: un orgullo nacional radicalizado.
En el último tramo del siglo XIX, ese insano sentimiento inició entre las naciones más poderosas una carrera hacia la hegemonía mundial. La superioridad de la raza blanca y su cultura parecía fuera de discusión. Con ese convencimiento se colonizó gran parte del mundo, como una cruzada secular para difundir los valores de la cultura occidental.
Las colonias y los imperios existen desde hace miles de años, pero los términos colonialismo e imperialismo se aplican a las consecuencias del nacionalismo. Ambos definen la expansión de las potencias europeas, durante el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX.
En 1916 apareció el ensayo “El imperialismo, etapa suprema del capitalismo”, donde Lenin, fiel al simplismo interpretativo del marxismo, explicaba el nuevo y complejo fenómeno como una perversa conspiración capitalista. Sin embargo, la realidad no se ajustaba a su teoría y la Rusia comunista iba a caer pronto en esa perversión.
Las causas económicas son innegables, pero no se podría comprender el fenómeno del colonialismo sin dos premisas: el prestigio como nación y la superioridad de la raza blanca.
Paul Johnson en “Tiempos modernos “afirma que el colonialismo fue un fenómeno acentuadamente visual. Abundaba en banderas, uniformes exóticos, ceremonias esplendidas, sellos conmemorativos y, sobre todo, mapas de colores. En los mapas parecía que el colonialismo había cambiado el mundo, aunque de hecho cambió pocas cosas.
En referencia a la pretendida superioridad de la raza blanca, confería el derecho de aprovechar los recursos que otras razas eran incapaces de explotar.
“El deber de los pueblos modernos es no abandonar la mitad del mundo a hombres ignorantes e impotentes.” Decía Paul Leroy.
Jules Ferry defendía que “las razas superiores tienen un derecho frente a las razas inferiores”.
Bernard Shaw opinaba que si los chinos eran incapaces de establecer en su país las conquistas de la civilización, era deber de los europeos reemplazarlos.
Si el pecado europeo del siglo XIX es el colonialismo, el pecado del siglo XX será el odio mutuo. La consideración de nación como un absoluto, y por tanto, la negación del derecho de otras naciones, desencadenará la Primera Guerra Mundial. Varios años de paz habían llevado a pensar que la civilización occidental había desterrado definitivamente la guerra, igual que la tortura, la esclavitud o la peste. Además, los grandes circuitos económicos y la fe en el progreso favorecían las buenas relaciones internacionales. Una guerra, decían los británicos, sería siempre un mal negocio.
Sin embargo…