Semejante a Hume y contra el racionalismo, Rousseau otorga a los sentimientos la dirección de la conducta humana. Sus antepasados calvinistas habían afirmado el dogma del pecado original, el defenderá la postura opuesta: la bondad original. Su fe en la naturaleza humana levantó una ola de simpatía en toda Europa. Hasta que las atrocidades de la Revolución francesa descubrieron lo extravagante de su optimismo. Su Emilio aporta el buenismo sentimental que configura la llamada Nueva Pedagogía, hoy desacreditada por su fracaso escolar. Rousseau sustituye el deber moral por la inclinación sentimental, que niega la responsabilidad del individuo y culpa de todos sus males al perverso proceso civilizador de la sociedad. Por ahí se llega hasta nuestros días, a una sociedad entregada a la cultura de la queja.
En esta estela, el romanticismo y el vitalismo provocan un desbordamiento sentimental. La afectividad es considerada no ya como una función vital, sino como la más importante de todas, aquella por la que el ser humano se encuentra enraizado en el mundo, con más valor cognoscitivo que la propia razón. Tal concepción llevada al extremo por Nietzsche, está presente en toda la literatura romántica, en las obras de Dickens, Byron, las hermanas Bronte, en las Rimas de Bécquer o en el Werther de Goethe.
Javier Gomá describe como ha triunfado en nuestra cultura la infiltración sentimental romántica:
“En términos goethianos, la cultura occidental hasta el siglo XVIII es clásica porque ayuda a vivir de forma saludable… Pero todo cambia en el nacimiento de la subjetividad moderna, que muestra una inclinación irresistible por los aspectos mórbidos de la existencia humana, una delectación enfermiza por la decadencia, la corrupción, la abyección, la degradación física y moral. Si la cultura clásica invita al hombre a ser virtuoso, la romántica le incita a que sea auténtico y sincero, sin escamotear los ingredientes más sórdidos y aún repulsivos de su personalidad. Al contrario, la desvergonzada manifestación pública de las patologías físicas y morales es prueba de que el imperativo de autenticidad se ha aplicado gasta el extremo. Surge así una cultura que, en nombre de la sinceridad, presume de exhibir una y otra vez, la enfermedad de la condición humana”.
Una de las tareas de la razón consiste en educar los sentimientos, encauzando su espontaneidad. Podemos sentir el impulso de luchar o el de huir; el impulso de detenernos o de seguir; el de pedir o el de dar. Ante estas múltiples posibilidades el gobierno de la propia vida consistirá en llegar a la conclusión de que algunas de esas voces tienen autoridad y otras no.
Conclusión que corresponde a la razón, pues ella debe saber que la sustancia verdadera de la conducta son los actos con sus consecuencias.
Es el “auriga platónico “quien debe conducir el carro del que tiran los sentimientos.