En la gran familia de los sentimientos encontramos algunos especialmente poderosos: las pasiones. Son conocidas desde antiguo como agitaciones anímicas acompañadas de alteración corporal. Toda pasión es una subida de tensión sentimental. Su intensidad se manifiesta en una fuerte concentración de la atención, capaz de reducir al resto del mundo a ruido de fondo.
“Yo melibeo soy, y a Melibea adoro, y en Melibea creo, y a Melibea amo” dice Calisto. Y le responde su criado Sempronio que “harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva”.
Por esa voluntad sofocada, Melibea no quiere sobrevivir a Calisto, y antes de quitarse la vida exclama: “Cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero.” Esa concentración de la atención se vive como ceguera para todo lo demás. Cegado por la pasión del poder, Macbeth no ve otra cosa que la deseada corona; por eso dice, con asombrosa lucidez, que “nada existe para mí que lo que no existe todavía.”
En el origen de muchas pasiones están las conmociones provocadas por el placer y la belleza. Y en su desarrollo se puede caer en lo patológico.
Escribe Van Gogh a su hermano Theo : “Experimento una increíble claridad en los momentos en que la naturaleza es tan hermosa. Pierdo la conciencia de mi mismo y las imágenes vienen como en sueño”.
Una pasión no controlada fue la causa de la locura de Don Quijote, a quien “se le pasaban las noches de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del micho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”.
La pasión – explica Von Hildebrand – no es únicamente un sentimiento puntual, intenso y violento. Es también la indefensión ante ciertos deseos, la esclavitud que nos hace decir que a alguien le devora su ambición, su sentimiento o su avaricia. Este dominio tiene un carácter irracional, oscuro, como una especie de avasallamiento de la libertad.
¿Somos responsables de nuestros alborotos anímicos y de sus consecuencias? Si la pregunta es clara, la respuesta es confusa: sí y no. Somos responsables de nuestras acciones voluntarias, y no de lo que hacemos por fuerza o necesidad.
A la fuerza puede un navegante ser llevado a la deriva por el viento y las olas, pero no por las pasiones. Dice Aristóteles que sería ridículo considerar involuntaria la conducta de quien se deja arrastrar por la ira o por el deseo de placer, aunque reconoce que ciertos casos pueden ser juzgados con indulgencia.
¿Podríamos considerar involuntaria la conducta del joven Agustín de Hipona cuando reconoce que “mi carne tomó el control de mi persona y yo me entregué a ella incondicionalmente?"
También es necesario reconocer que, si podemos obrar cegados por la pasión, hay pasiones que aumentan la lucidez de quien las padece.
Las pasiones que zarandean a muchos personajes de Shakespeare, lejos de nublar su inteligencia la dotan de diabólica clarividencia. Se diría que incluso poseen un gran autocontrol. No obran sin darse cuenta ni tienen ofuscada la razón.
Nada más humano, en cualquier caso, que la variedad sentimental de la gran literatura y el mejor cine, son el único reino de los sentimientos y las pasiones.
No habría Odisea sin amor a Penélope; ni guerra de Troya sin rapto a Helena; ni Don Quijote sin Dulcinea; ni Yuri Zivago sin Lara.
Y sin ellos la vida no merecería llamarse vida.