En estrecha relación con la ideología de género y el feminismo radical, uno de los mitos modernos más arraigados nos presenta las rupturas matrimoniales como una conquista de la libertad, como una rápida solución a los inevitables problemas de pareja y como el ansiado camino hacia esa felicidad que no acaba de llegar. En la aceptación ingenua y generalizada de ese mito ha jugado un papel primordial Hollywood.
La mayor industria de entretenimiento del planeta lo ha hecho bien: es muy difícil encontrar famosos que no se hayan divorciado y vuelto a casar – a ser posible varias veces- en sus películas y en su aireada vida real.
Pero el virus divorcista no ha contagiado a todo el mundo. A semejanza de aquel reducto antirromano en una aldea gala, en la pequeña villa de Springfield vive una familia desmitificadora y antisistema, tal vez por eso inmune al divorcio.
Una familia compuesta por un bebé, una niña repelente y encantadora, un chiquillo especialista en crear problemas, un padre vago y borrachín y una madre coronada por una torre de Pisa de color azul, en versión melena.
Hemos escuchado que la familia Simpson, además de peculiar es corrosiva y poco recomendable. Los psicólogos la llaman disfuncional. Una calamidad que dirían nuestras abuelas. Todo eso es verdad, pero hay otra verdad que nadie ha reconocido: su lucha en solitario contra el mayor imperio del cine. Porque Hollywood les hubiera pasado el rodillo divorcista al tercer episodio de la serie, y lejos de Hollywood, libres de sus mitos, llevan ya más de 500 capítulos demostrando que la familia es la mejor inversión a largo plazo, la auténtica tabla de salvación en un mundo tramposo a la deriva.
Nadie niega que Marge tiene motivos para romper con su perezoso y alcohólico marido, todo un fenómeno del eructo y la flatulencia.
Sin embargo, esa ama de casa tan correcta y amable, tiene razones muy diferentes y mucho más poderosas: el respeto al compromiso con Homer y sus tres hijos, su sentido común, su sentido religioso y su cariño sincero.