Los mismos intereses que habían propiciado la paz provocaron el espejismo de un conflicto armado, que en caso de ganarse, producirían inmensos beneficios.
Así pensaban los alemanes, protagonistas de un prodigioso desarrollo industrial. Hacia 1900 el Kaiser Guillermo II, con su ambicioso programa de construcciones navales, rompió el pacto tácito que dejaba al Reich la hegemonía continental y al Imperio Británico el dominio de los mares. Bastó que saltara una chispa en Sarajevo para que se precipitaran los hechos. Al invadir Bélgica y Francia, Alemania provocó la declaración de guerra de Londres. Era el verano de 1914.
Los respectivos gobiernos se encargaron de inyectar espíritu patriótico a todos los actos públicos. En Gran Bretaña, grandes oradores, con Rudyard Kipling a la cabeza, supieron avivar la nostalgia imperialista. Las oficinas de reclutamiento se vieron desbordadas por voluntarios de todo tipo, que exigían que se les enviara a Francia cuanto antes para tomar parte.
La tragedia no se hizo esperar. Cinco meses duró el aquelarre en torno al río Somme. Cuando concluyó la batalla se contaron 420.000 bajas entre los británicos. El joven Tolkien, testigo de la hecatombe, juzgó “escalofriante el profundo y estúpido desperdicio de la guerra, no solo material, sino también moral y espiritual“. El único hijo de Kipling, alistado sin experiencia en combate, murió el día que cumplió dieciocho años. Su padre, autor del Libro de la Selva, quedó marcado para siempre y escribió If, un demoledor poema de dos versos:
“Si alguien te pregunta ¿por qué todos murieron?
Dales esta respuesta: nuestros padres mintieron.”
Si Alemania desató las fuerzas infernales, las naciones contrarias la imitaron. Todas las violaciones del Derecho internacional fueron contestadas con represalias peores. Naves neutrales, buques mercantes y barcos hospitales fueron hundidos en la mar y abandonados a su destino los que iban a bordo. Las bombas cayeron de forma indiscriminada y mochos tipos de gas venenoso dañaron de forma irreversible a los soldados.
El prestigio de Europa cayó por los suelos con la Gran Guerra.
Hitler escribió que “la nación es la síntesis suprema de todos los valores materiales y espirituales de la raza.” Por eso el alemán no debía mezclar su sangre aria con la de razas inferiores. Por eso debía practicar la eugenesia, el expansionismo exterior y la eliminación sistemática de millones de judíos.
Después de la Segunda Guerra mundial, el saldo trágico de los nacionalismos es certeramente resumido por el escritor vienes Stefan Zweig, en sus memorias tituladas “ El Mundo de Ayer” y a las que pertenecen estas líneas:
“He sido testigo de la más horrible derrota de la razón y del mas enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo. Nunca, jamás sufrió una generación tal hecatombe moral, y de tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra.
He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.
Los nacionalismos europeos sustituyeron las guerras de religión por las guerras nacionales. Esa conflictividad no desapareció tras la Segunda Guerra mundial. Su argumento afirma que unas personas son superiores a otras, algo ciertamente execrable. Por alimentarse de la confrontación y la violencia, los nacionalismos siguen resultando insoportables para los pueblos que los sufren, también cuando practican esa otra modalidad de guerra imprevisible llamada terrorismo, donde la didáctica de la muerte se revela tan perversa como eficaz: se asesina a uno para atemorizar a los demás, porque la posibilidad de ser víctima de un tiro en la nuca o de una bomba provoca un miedo que no deja vivir.
En la España de 2019 el primer día del juicio contra los políticos catalanes independentistas, el periodista Arcadi Espada les imputaba “El roto incurable de la convivencia en Cataluña. La incalculable malversación de dinero y tiempo públicos. La erosión de la democracia española, es decir, de los derechos de los españoles, a la que se dedicaron de modo sonriente y sostenido”.