La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

El buen pastor


Era una tarde ‘machadiana’, parda y fría, de invierno. La lluvia resbalaba tras los cristales. El coro de niños repetía una y otra vez las virtudes cardinales y el maestro, don Justo, carraspeaba de vez en cuando advirtiendo a los despistados que él si estaba atento a todo cuanto sucedía en la vieja y destartalada aula.

Hombre de carácter amable, aunque fuerte, siempre supo hacer honor a su nombre y aplicaba la justicia en los conflictos que le planteaba su ‘preciado rebaño infantil’ como solía llamarnos de forma cariñosa, ya que en cierta medida él se sentía pastor – tal vez recordando tiempos de infancia- en su añorado pueblecito de Andalucía, donde cuidaba un pequeño rebaño de ovejas y cabras. “Así empezó Miguel Hernández”, nos decía, aunque por aquel entonces ni sabíamos quién era Hernández ni se nos hubiera permitido leer ninguno de sus poemas…

De la mano de don Justo aprendimos a sumar, restar, multiplicar, dividir; y hasta llegamos a dominar los quebrados y las raíces cuadradas (operaciones que nunca he sabido para qué servían en la vida cotidiana). Supimos de los continentes, de las razas, de otras culturas, de quienes fueron los romanos, los visigodos, los árabes y lo que aún les debemos. Aprendimos muchas cosas, pero lo más importante fue descubrir la diferencia entre valor y precio. El maestro tenía valor y valores. Años más tarde, cuando ya en el instituto, supe apreciar -que no es lo mismo que poner precio- las lecciones de vida que cada día nos regalaba mi recordado maestro don Justo.

Cada mañana, al entrar a clase, repetía el mismo ritual. Tras dejar que pasáramos los alumnos, entraba él. Miraba al crucifijo que había sobre el encerado y se santiguaba. De reojo, miraba también las fotografías que flanqueaban al Cristo y movía levemente la cabeza de un lado a otro... Nunca sabré si aquel hombre bueno era de misa semanal o ni siquiera religioso. Lo que sí sé es que era un profundo conocedor de La Biblia, a la que recurría con frecuencia, y en especial a un texto del Evangelio de Juan, (10, 9-16) referido al buen pastor, parábola que don Justo adaptaba a la circunstancia del momento y nos hacía reflexionar e incluso analizar cada frase y aplicarla a nuestras recién estrenadas vivencias infantiles.

Más de medio siglo después de dejar la escuela, vienen con frecuencia a mi memoria las sabias palabras de don Justo. Precisamente ahora vuelve a estar más de actualidad que nunca el pastor, la oveja descarriada y el verdadero cuidador del rebaño. A cada momento, los grandes medios de comunicación de masas (en el más amplio sentido de la palabra), repiten una y otra vez que “para frenar la pandemia es imprescindible alcanzar la inmunidad del rebaño”. Y se quedan tan frescos.

Bien está que nos llamen ovejas, borregos (o en algunos casos cabras), aunque deberían decirnos también si este rebaño tiene al frente al pastor que se merece. Según el evangelio, “El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona el ganado y huye. El lobo hace presa en las ovejas y las dispersa porque es asalariado y poco le importa lo que no es suyo”.

Tengo la sensación, y tal vez alguno de ustedes, que este rebaño al que pertenecemos no está guiado por el buen pastor del que tanto nos hablaba don Justo por boca del evangelista. Pienso que más bien estamos manejados y conducidos -ayudados de los imprescindibles perros- por un ejército de asalariados (a los que les pagamos el sueldo las ovejas), a los que nada les importa lo que nos suceda, a no ser que les afecte a ellos directamente. Centenares de rochanos -algunos con menos inteligencia que mi gato- que siguen las órdenes de los rabadanes, quienes a su vez rinden cuentas ante el gran mayoral. Y así nos va últimamente. Menos mal que, más pronto que tarde, llega el verano y con él el tiempo de los esquiladores… ¡¡¡Beee!!!

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