Los tiempos de la posverdad son también los tiempos del posdeber. Desde la Revolución francesa, el deber moral fue definitivamente aligerado de su fundamento divino, y solo quedó apoyado en un fundamento civil. Hoy estamos más empeñados que nunca en la vieja pretensión del Superhombre: acabar con el mismo deber, sustituirlo por el individualismo e implantar el reinado de la real gana.
A los ojos de los herederos de Voltaire, Rousseau y Nietzsche, toda ética basada en el deber aparece como imposición fanática y fundamentalista.
Como explica Lipovetsky en el Crepúsculo del deber, hemos entrado en la época del posdeber, en una sociedad que desprecia la abnegación y estimula los deseos inmediatos, un Nuevo Mundo donde solo se otorga crédito a las normas indoloras, a la moral sin obligación ni sanción.
Lipovetsky reconoce que anular el deber contribuye a disolver el necesario autocontrol de los comportamientos, a promover un individualismo conflictivo. Cita como ejemplos elocuentes la durísima competencia profesional y social, la proliferación de suburbios donde se multiplican las familias monoparentales, los analfabetos y los atrapados por la droga, la violencia de los jóvenes, las violaciones y los asesinatos. Son efectos de una cultura que celebra el presente puro estimulando el ego, la vida libre y el cumplimiento inmediato de los deseos, y nos advierte que en la resolución de esos conflictos nos jugamos el porvenir de las democracias: “No hay tarea más crucial que hacer retroceder el individualismo irresponsable”.
La sustancia de la sociedad posmoderna es, en resumen, una mezcla de movilidad, incertidumbre y valores relativos, con acuerdos temporales y pasajeros, válidos solo hasta nuevo aviso.
El hombre posmoderno ha quedado desamparado al abandonar la creencia religiosa y abrazar el ateísmo. Sin un sentido trascendente de la vida, experimenta angustia e infelicidad. Nada malo hay, por tanto, en volver a la ética del amor al prójimo.