La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

Positivismo (II)


Si hubo una fiebre del oro que afectó a colonos y conquistadores, hay también una fiebre del progreso, contagiada a todas las ideologías por la Ilustración y el positivismo. La revolución tecnológica y un sinfín de inventos en el siglo XIX sirve para comprender la magnitud de los cambios en el hogar y el trabajo:

Máquina de coser, pavimentación con asfalto, hormigón, máquina de escribir, plástico, frigorífico, calefacción central, ascensor, lámpara eléctrica, horno, rayos X , automóvil de gasolina, radiodifusión...

En el siglo XX se patentan el noventa por ciento de los inventos de la humanidad, se acomete una lucha eficaz contra la enfermedad y la muerte, contra el hambre, la pobreza y la ignorancia.

Pero el progreso tiene dos caras, Ernesto Sábato en el ensayo “Hombres y engranajes”, lamenta la dirección cientifista y tecnólatra del mundo. La sustitución de la pregunta metafísica y religiosa por la eficacia técnica es la causa de una triste deshumanización.

En la misma línea Miguel Delibes en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, en 1975, ponía de manifiesto una competencia sin límites, destrucción de la naturaleza y necesidades superfluas junto a situaciones extremas de miseria y despilfarro.

Entendemos el progreso como bienestar – explicaba Delibes – pero traducimos bienestar por dinero y consumo frenético.

En desacuerdo con Sábato y Delibes, el psicólogo canadiense Steve Pinker afirma que “no ha existido mejor momento para vivir que ahora”.

Aporta algunos datos: las personas que viven en extrema pobreza han caído a la mitad, en dos siglos se ha doblado la esperanza de vida, el mayor problema ya no es el hambre sino la obesidad; más del 80 % de la población tiene acceso al agua limpia.

Unos y otros tienen razón. Aunque el Siglo de las Luces y el positivismo habían prometido el progreso, la paz y la felicidad por el camino de la ciencia, pero no lograron cambiar los instintos negativos del ser humano, su tendencia a humillar y degradar al prójimo.

Comte llamó positivo y positivismo al método y al conocimiento científico experimental. Por el contrario, entendió la religión cristiana como superstición y consideró inexistentes las cuestiones metafísicas.

Esa actitud será compartida por muchos científicos. Stefhen Hawking en la campaña promocional de su ensayo “El gran diseño”, afirmó que el propósito del libro era “expulsar al Creador “.

“El universo pudo crearse a sí mismo de la nada, y de hecho se hizo. La creación espontanea es la razón de que exista algo, de que exista el universo, de que nosotros existamos. Por eso no es necesario convocar a Dios. No es necesario un Dios para encender la mecha del Big–Bang”.

Efectivamente Dios no es necesario para pulsar un botón, sino para otorgar la existencia a todo lo que llega a existir.

Las ciencias positivas pueden explicar cualquier cuerpo por el orden de sus elementos, pero no pueden explicar el orden mismo, pues es algo que se da en lo físico, con lo físico, sin ser físico.

Einstein se refirió a ese orden como milagro y eterno misterio, pues “a priori sólo cabría esperar un mundo caótico, imposible de ser comprendido”.

Claude Bernard, padre de la fisiología médica, solía decir que “no es temerario creer que el ojo está hecho para ver”. Orden y finalidad son por tanto cualidades metafísicas de la realidad física.

El filósofo Edmund Husserl, padre de la fenomenología dejó escrito: “La ciencia nada tiene que decir sobre la angustia de nuestra vida, pues excluye por principio las cuestiones más candentes para los humanos: las cuestiones sobre el sentido o sinsentido de la existencia humana”.

El prejuicio antimetafísico de Comte, heredado del empirismo inglés y de la Ilustración, ha sido superado por sus seguidores. Uno de los más ilustres, Karl Popper, advirtió que absolutizar el conocimiento científico desvirtúa la ciencia y la convierte en cientifismo, en “materialismo promisorio”.

Conviene recordarlo al comprobar que el positivismo ha impregnado profundamente el pensamiento occidental, configurándolo con las tres características esenciales de toda ideología: cosmovisión materialista y anticristiana, ingeniería social y mesianismo utópico.


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