Escribo esta carta convencido de que no tendrá respuesta, ni siquiera sé si llegará a destino. Pero por si acaso sucede, vuelco sobre el papel mi sentimiento hacia alguien que nos hizo reír y sonreír, pensar y meditar, valorar lo que tenemos y ser conscientes de que la vida es, en el mejor de los casos, un juego en el que participamos pero que no sabemos disfrutar.
La noticia de la muerte de Mari Carmen, María a secas para los amigos, nos cogió a todos por sorpresa. Así de sabia y a la vez cruel es la muerte; llega sin avisar sin cita previa, sin antesala para recibirnos. María murió en silencio, sin dar noticia a nadie. Fulminada por el rayo traidor de ese corazón tan enorme como ella lo tenía, y que al final resultó ser su peor enemigo.
María era grande, dentro y fuera de los escenarios. Dentro lo daba todo y fuera se mostraba aún más tierna de lo que aparentaba cuando sujetaba a su (nuestra) doña Rogelia. Ella. María, era un ser de luz que hizo posible el milagro de la risa entre quienes la conocimos y la admirábamos cuando se apagaban las candilejas del teatrillo de la vida.
Bajaba del escenario y cuando te hablaba, aún percibías el aliento de su pato más chulesco, o la ternura de Rodolfo, la inocencia pícara de Daysi y la retranca serrana de mi abuela Rogelia. Bueno, quiero decir doña Rogelia, porque si algo enfadaba a mi abuela serrana es que le apearas el doña…
María se ha ido, pero deja tras de sí un largo sendero de risas y buen humor. Un ancho camino de lealtades y de amigos de verdad que a los que quería y la queríamos, más allá del personaje que representaba cada vez que actuaba en la gran platea de la vida. Recuerdos imperecederos los que deja, y entre ellos, una frase que me dijo en una de las muchas ocasiones que hable con ella. “Vive la vida como la gran comedia divina que es, pero nunca la confundas con la Divina Comedia”, sentenció María, mirándome a los ojos. Aquella frase me hizo pensar y nunca la olvido. Sigo su consejo y vivo la vida como una gran comedia, en la que a veces llorar es necesario, pero lo es mucho más reír a pesar de los pesares.
Lástima, María, que esta sea una carta sin acuse de recibo, y al mismo tiempo sea la última columna de esta temporada. Me hubiera gustado haberte escrito antes, contarte miles de sucedidos y saber más de ti, pero así es la vida de injusta a veces. Tú en la lejanía cercana de una isla maravillosa y yo aquí, anclado entre hoces y ríos en los que tanto disfrutabas cuando recalabas en tu Cuenca de siempre; en esa Cuenca madre para muchos y madrastra para otros, a los que ni siquiera reconoce con un simple rótulo en una calle o con un pequeño pedestal que recuerde quien fuiste y quien eres.
En fin, María, no es tiempo de reproches, sino de despedidas cariñosas, con un sólo deseo: que sigas haciendo reír allá donde te encuentres y que, aunque nos has dejado huérfanos de sonrisa, siempre se nos alegrarán los ojos cuando recordemos tus gestos, tu forma de conversar con tus ‘niños’, siempre con el sello de la ironía y la tremenda verdad que hay entre la gente de nuestra tierra.
Un abrazo, y ¡hasta pronto amiga!